Asatoma sad gamaya,

tamasoma jyotir gamaya,

mrytiorma amritat gamaya.

Om aham Brahman ahsmi.

Brihadaranyaka Upanisad.

 

En muchas sociedades filosóficas, de meditación y desarrollo personal, se conoce ampliamente esta «oración» proveniente de la tradición hindú. La traducción más utilizada reza: «Condúceme de lo irreal a lo real, de la oscuridad a la luz, de la muerte a la inmortalidad. Om soy el alma universal».

Dada la riqueza de su lenguaje simbólico y transformativo, me permito reflexionar y ofrecer una traducción complementaria para cada verso: En vez de «de lo irreal a lo real», propongo: «de la identificación con la forma y las proyecciones personales a la percepción diáfana de la esencia».

Tachar de irreal lo tangible, la manifestación material y energética de una esencia inmaterial que todo lo permea es peyorativo y niega la pertinencia del aspecto manifiesto de la divinidad. Niega el aspecto inmanente, el cuerpo de la divinidad, niega el propósito misterioso de la forma, de los cuerpo, de los canales de percepción (sentidos), como puentes hacia la comprensión de la esencia, como estrategias de evolución.

El universo es el cuerpo de la divinidad que se complace en su propio reflejo, es, como lo expresara el místico medieval, «…una esfera sin mesura, cuyo centro está en todas partes y su circunferencia en ninguna». El centro en todas partes nos habla de la Presencia, sí, con mayúscula, de ese hálito (spiritus) que habita toda la creación porque, si esa esencia divina es el origen de todas las cosas, ¿cómo sería posible que alguna partícula, por minúscula que sea y por distante que se encuentre en esa esfera sin mesura, no conservara siempre su divino origen, no estuviera siempre vinculada, de manera indisoluble (entrelazamiento cuántico) a ese punto del que surgió y al que eventualmente retornará?

En vez de: «de la oscuridad a la luz», propongo: «del reino de la confusión a la claridad de la consciencia». El universo es más oscuridad que luz. La materia y la energía oscura constituyen cerca del 90% de todo cuanto existe. La oscuridad es potencialidad, es espacio fecundo que, en las entrañas de la tierra, permite que una semilla puede germinar, es la penumbra del útero que alberga, en oscuridad y silencio, la gestación y desarrollo de la nueva forma. Buscamos la oscuridad y el silencio cuando queremos adentrarnos en las profundidades de nuestro ser. En esa profundidad, en silencio y sin la luminosidad de las imágenes, de lo manifiesto, podemos contemplar esa nada vibrante (bindu), que es nuestra esencia y resonar con ella en todos los espacios que habitamos.

Y, con respecto a «de la muerte a la inmortalidad», propongo «de la identificación con los eventos pasajeros y transitorios (inclusive la fugaz vida del cuerpo), al reconocimiento de eso que permanece, la esencia que es el origen, el presente continuo y el destino final de toda la creación». Nada muere, todo se transforma, todo se transmuta y se levanta de manera constante, en un vuelo misterioso que refina su materia, que transparenta sus velos y revela, finalmente, que en la oscura prisión de la materia, ha palpitado siempre el aspecto inmortal de la consciencia.

Creemos que algo muere cuando no percibimos que esas partículas elementales que de manera ordenada se han estructurado para albergar el alma que crece y evoluciona a través de la experiencia, nacieron con el gran sonido, con el big bang, con la gran explosión, con el logos, esa palabra indescriptible que resonó en los confines de lo inmanifiesto y convocó los elementos (tatwas) para dar origen a la sagrada materia y desconocemos también, que en su infinito sendero de retorno, harán parte de muchas vidas y de muchos cuerpos, de muchas sagradas maneras en las que la divinidad toma consciencia de sí misma y experimenta sus incontables dimensiones. Y, esa sagrada materia, peregrina de las formas y los eventos, eventualmente, en el big crunch, con cada partícula retornará a su centro, a la compacta singularidad original y en esa danza de sístoles y diástoles, de samsaras y pralayas, de akashas y prakashas, de universos manifiestos y silenciosos vacíos cósmicos, sabrá que la muerte es un imposible y la vida, siempre la vida, es la gran maga que se oculta tras lo animado, de la misma manera que anima el silencio profundo de lo inerte.

En ese espacio, transitando el mundo de las causas y de los efectos, con pleno amor y plena consciencia, entenderemos el estado de la sincronicidad, más allá del espacio, más allá del tiempo y comprenderemos la unidad esencial, vórtice creativo en el que se encuentran la mirada mística (mónada), la mente abstracta integrada (Atman), el sabio amor, motor de la vida y de la evolución (Budhi) y el espacio de la experiencia, el reino de las palabras, los actos y los pensamientos, la mente concreta (Manas) y entonces, sí que podemos afirmar con certeza: Yo soy, en verdad, el alma universal (ánima mundi, unus mundus), vestida, temporalmente, de cuerpo, deseo, sustancia y consciencia y podré, con el Brihadaranyaka Upanishad repetir:

«Condúceme de la identificación con la forma y las proyecciones personales a la percepción diáfana de la esencia, condúceme del reino de la confusión a la claridad de la consciencia y llévame, de la identificación con los eventos pasajeros y transitorios (inclusive la fugaz vida del cuerpo), al reconocimiento de eso que permanece, el Ser que es el origen, el presente continuo y el destino final de toda la creación y así, podré saber que soy en verdad, el alma universal. Om aham Brahman asmi».

 

Juan José Lopera

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