Había una vez un niño que era amigo de la Luna. Le parecía muy extraño porque era mediodía y la luna estaba ahí, blanca, llena, redonda en el cielo azul. Y también estaba el Sol, parado justo encima de su cabeza, iluminando toda la Tierra, con su amorcito en forma de rayos de sol.

Justo llegaron sus amigos a su casa a jugar. Los estaba esperando porque quería explorar con ellos. Había habido una lluvia y viento fuertes, bien fuertes y con la tormenta se había caído uno de los árboles del patio. Así que había que explorarlo, ahora que estaba a la mano y se podía trepar más fácilmente.

Llegaron 3 amigos, eran 4 en total. Uno de ellos traía un tambor mágico que se había encontrado, con el que habían estado jugando durante las vacaciones.

-Lo traje por si nos dan ganas de tocarlo- dijo el niño del tambor.

El tambor tenía un dibujo en la tela, encima. Era una cruz, en cuyo centro había un niño sonriendo, con los brazos en alto, cada mano estaba ubicada en las esquinas de arriba de la cruz y sus pies en las esquinas de abajo de la cruz.

-Se acuerdan?- dijo otro niño –es el cielo y la tierra.

Los niños ya habían descifrado el misterio del dibujo. El día que encontraron el tambor. Como si fueran unos descubridores de los misterios de la vida, los niños descubrieron que la cruz del dibujo simbolizaba el Cielo y la Tierra. El niño en la cruz tenía sus pies en la Tierra y su alma en el Cielo. Y estaba super feliz!

-Y la cruz tiene 4 puntas! Igual que nosotros ahora somos 4!! Dijo otro de los amigos. Los niños se miraron con complicidad y expectación. Sentían que podía ocurrir algo mágico.

-Además hoy la Luna está llena- dijo el niño amigo de la Luna. Como confirmando la expresión entusiasmada de sus amigos.

-Vamos! Les quiero mostrar el árbol del que les hablé- prosiguió el niño, sacando a sus amigos de ese pequeño y expectante trance.

Apenas llegaron al árbol los niños comenzaron a treparlo. Estaba caído pero sostenido en unos arbustos altos y gruesos, por lo que no alcanzaba a llegar al suelo. Estaba sólo ladeado, su copa apuntaba al cielo, pero lo suficientemente ladeado como para que los niños pudieran subir caminando por el tronco como si fuera un puente. Había que hacer mucho equilibrio eso si. Mucho equilibrio.

Entonces, como los niños eran 4, subieron dos niños al tronco y los otros dos niños los ayudaban desde abajo tomando cada uno una mano al niño que caminaba en equilibrio arriba, en el tronco. Uno niño ayudando por la derecha y otro niño por la izquierda. Un pie, otro pie. Mucha concentración. El pie al centro del tronco. Mucha concentración. Pisar firme y después avanzar. Mucha concentración. “Tengo un amigo que me ayuda a mi lado izquierdo y tengo un amigo que me ayuda al lado derecho” repetía en su mente el niño que caminaba sobre el tronco, dándose confianza y tranquilidad. Y el primer niño pasó!. Logró llegar a la parte donde empiezan las ramas, de las cuales pudo afirmarse y sentirse seguro. Del mismo modo cruzó el segundo niño. Y luego los amigos que ayudaban desde abajo lograron cruzar solos, con una concentración total.

El Sol los iluminaba desde el Centro del Cielo. Era mediodía. Los niños lo habían notado, pero con la concentración que debían tener, ni siquiera lo mencionaron, sólo sintieron que cada rayito de Sol los ayudaba a mantener ese equilibrio perfecto, dibujando una línea a lo largo de ellos. Una línea perfecta que empezaba en el centro de la Tierra, subía por sus piecitos, su columna vertebral y salía por su cabecita hasta llegar al Sol y desde él a todos los Soles, hasta el infinito del Sol mayor.

-Por eso pudimos mantener el equilibrio- dijo uno de los niños, haciendo alusión a los rayos del Sol que los sostenían en línea perfecta.

-Síííí!!!- dijeron los otros- sabiendo a qué se refería su amiguito.

-Está justo encima de nuestras cabezas!! ni siquiera tenemos sombra- notó otro de los niños.

-Además mi mamá me contó que hoy es el equinoccio, empieza el otoño- señaló otro de los amigos.

Y entonces, los niños se dieron cuenta que se trataba de un momento mágico. Pero nadie dijo nada. Siguieron trepando el árbol. Una vez que llegaron a las ramas comenzaron a balancearse en los troncos que otrora estuvieron verticales y ahora estaban horizontales. Subían fácilmente por las ramas de este árbol en diagonal, avanzaban entre ellas como si fuera un laberinto de hojas, hojas amarillas, cafecitas y rojas, que se desprendían con el paso de los niños y se abalanzaban con confianza a la nada, sabiendo que ya habían cumplido su verde misión. Los niños caminaban cada vez con más confianza y destreza por este árbol lleno, lleno de ramas y hojas, durante mucho rato. El árbol no se acababa nunca, los niños entusiasmados, trepaban, se lanzaban hojas, se columpiaban en los troncos, se colgaban como si fueran perezosos o koalas y reían y reían. Estaban tan entusiasmados trepando que no notaron que este árbol mágico era infinito. Eso sí notaron que el cielo azul quedó atrás y empezó el universo estrellado a su alrededor. Ya habían atravesado las nubes cuando por su lado pasó el borde de la atmósfera.

Wow, estaban maravillados! Se reían de felicidad y también de nerviosismo. Porque a pesar que esta aventura era fantástica, les daba un poco de nervio, pero era un nerviosismo entretenido y apasionante. Se miraban con complicidad y reían. Al subir al árbol ya sabían que algo mágico ocurriría en cualquier momento.

De pronto, los niños notaron que las ramas del árbol en vez de hojas, tenían teclas de piano. Era como un piano-árbol o un árbol-piano. Cuando los niños tocaban las teclas, junto con el sonido que emitían, se encendía una luz de color. Conforme los niños avanzaban por el árbol hacia arriba, iban tocando las teclas a su paso, formando un sinfín de luces de colores y una melodía permanente, que se creaba a medida que subían. Una melodía espontánea que nacía del camino que cada niño iba tomando para subir. Era muy divertido! La melodía era a veces suavecita y a veces se ponía rápida, acelerada y luego volvía a la calma. Junto con la música, se encendía un espectáculo de colores de luz. Cada niño iba formando un camino de luces brillantes que se prendían y apagaban en la medida que los niños las rozaban, al jugar entre las ramas de teclas. Iluminaban de colores las contentas caritas de los niños.  A veces azul, a veces rosado, a veces amarillo….todos los colores! Cual arcoíris, las teclas sonaban y se encendían, aparecían y desaparecían al ritmo sincronizado de esta música especial, compuesta accidental y espontáneamente por los 4 amigos que estaban cada vez más deslumbrados.

De pronto llegaron.

-Dónde llegamos?- se preguntaron los amigos.

Era un espacio vacío, blanco, brillante, agradable, luminoso, clarito, bien clarito, espacioso, muuuuy infinito. Pero no había nada. Nada. Miraron alrededor….puro silencio. Nada de nada. Así que se pusieron a jugar.

Uno de ellos quiso ser el rey, otro quiso ser un soldado.

-Yo seré el hombre sabio- dijo otro

-Y yo seré el niño del tambor mágico- dijo el cuarto niño.

-Como el Rey que soy…- comenzó el niño Rey levantando la voz con vehemencia y solemnidad. Los otros niños lo escuchaban con atención. –…si les parece y me lo permiten- continuó –podría organizar este reino. Me haré cargo del bienestar de cada uno de ustedes. Trabajaré sin cesar día y noche para entregar lo mejor de mi- Y haciendo una reverencia ante sus amigos, termina diciendo –Querido Reino estoy a su servicio-.

El resto de los niños asintió con la cabeza, manteniendo la solemnidad del momento.

El niño soldado, desenvainó su espada y la elevó al cielo con fuerza y determinación, diciendo:

-Oh querido Rey, yo lucharé desde el amor, sin dañar protegeré al reino con mi valentía, arrojo y convicción. Todos pueden estar tranquilos que mi espada protectora cuidará de cada uno.

El resto de los niños escuchaba con respeto y nuevamente manteniendo la solemnidad del momento, asintieron con la cabeza.

El niño sabio prefirió guardar silencio, tenía muchas cosas que decir, pero prefirió que ese espacio blanco quedara sembrado de las bellas palabras de sus amigos. Y se pusieron a jugar. Jugaron durante mucho rato. Jugaban al Reino del Más allá. Efectivamente el Rey entregó todo en favor de la felicidad del reino. El niño soldado destruyó todo lo que no servía. El niño sabio los guiaba para que recordaran siempre estos propósitos y de vez en cuando, cuando los pillaba distraídos, les hacía cosquillas para que estuvieran siempre contentos y alertas! Jajajaja A veces les hacía un ataque de cosquillas largo, largo, no quería parar de hacerles cosquillas! Jajajaja terminaban todos riendo. Y el niño del tambor tocaba su música de fondo, para que sus amigos bailaran un poco de vez en cuando.

De pronto se hizo hora de volver. Había pasado mucho rato. Pero los niños ya sabían que aquí en este lugar el tiempo no transcurría, sino que era todo el rato el mismo momento.

Comenzaron a trepar de vuelta y nuevamente comenzó a sonar la melodía de teclas de colores. La música envolvió el lugar y los colores empezaron a aparecer y desaparecer, muy brillantes, iluminando las sonrientes caritas de los niños. De pronto el niño sabio notó que de las teclas luminosas se desprendían semillas. Eran las semillas del árbol, luminosas bolitas de colores que el árbol dejaba caer en su mano cuando el niño acariciaba una tecla. Los demás niños lo imitaron y maravillados tomaron cada uno un puñadito. Las miraban en sus manos, brillaban y cambiaban de color. No tenían un color fijo.

-Su cualidad es que uno les dará el color con el que brotarán, según lo que cada uno sienta en su corazón cuando las plante- explicó el niño sabio. Ni siquiera él sabía cómo sabía aquello, sólo sentía que era así.

Los niños comenzaron a guardar en sus bolsillos las semillas que el árbol les regalaba. Sus bolsillos resplandecían de luces de colores, eran las semillas, brillaban como si estuvieran vivas.

Y continuaba la música que nacía de las teclas de piano-árbol. Y continuaban las luces de colores anunciando el paso de los niños que jugaban, trepaban y bajaban nuevamente a la Tierra. De pronto apareció el cielo azul. “Ya estamos llegando”, pensaban los niños con toda calma. Ya estaban entre las nubes, el cielo era azul otra vez y los volvía a iluminar el Sol.

El Sol continuaba en lo alto, justo encima de ellos.

-El Sol sigue haciendo equilibrio con nosotros!- dijo uno de los niños, sintiendo que los rayitos de Sol los sostenían. Así que los niños se atrevieron a continuar caminando sobre el tronco, haciendo equilibrio, sin afirmarse. Y les resultó espléndido!

Había una línea de luz vertical que llegaba a la cabeza de los niños y dividía justo la derecha y la izquierda en ellos. Era una luz exacta de un lado y del otro, que los sostenía como si estuvieran colgando de la cabeza. El rayo solar envolvía de luz los cuerpitos de los niños, desde la cabeza a los pies, llenándolos con su luz de amor, transmitiendo una luz dorada a ambos lados de ellos. Sus cuerpitos brillaban como si fueran un diamante luminoso. Hasta ellos mismos veían cómo resplandecían. Les daba risa tanta luz! Era como si hubiera una línea vertical desde el Sol de todos los Soles, pasando por el Sol Cósmico, el Sol Central hasta llegar al Sol Planetario (nuestro Sol) y de allí a los niños, en una línea perfecta. Los niños mantenían un equilibrio sin igual, disfrutaban este caminar con confianza, seguridad y destreza por el tronco. Eran unos verdaderos expertos.

Ya estaban llegando a la Tierra, ya se veían las ciudades y los arbolitos. Se empezaba a divisar la casa y el patio del niño. De pronto, al ir bajando, con el movimiento constante que significaba caminar equilibradamente por el árbol hacia abajo, al niño del tambor se le cayeron unas semillas de su bolsillo. Caían y caían las semillas. Bajaban por ese espacio entre el cielo y la tierra. El niño del tambor las miraba con tristeza mientras caían a la Tierra. Se puso apenado al perderlas y un poco enojado.

-Ahora caerán en cualquier lugar- dijo el niño. -Yo quería plantarlas en dónde yo quisiera- explicaba el niño con tono ofuscado.

La Luna que miraba a los niños desde el cielo azul, le explicó al niño del tambor que a veces uno decide dónde plantar las semillas de colores de luz y a veces no, pues hay semillas que tienen su propia voluntad y debe respetarse.

-A veces uno sólo lleva las semillas a la Tierra- les explicaba la Luna a los niños -y son ellas quienes deciden dónde plantarse. En esas ocasiones uno sólo debe confiar en que las semillas saben dónde caer. Porque en verdad saben dónde caer.

El niño del tambor compendió y sus amigos también. Entonces supo que las semillas no se habían caído, sino se habían lanzado para volar a su destino. “Suerte semillitas”, sintió el niño en su corazón.

Casi no se dieron cuenta cuando ya habían llegado. Ya estaban en la parte de abajo del árbol, caminando sobre el tronco entre las ramas con hojas. Volvieron a columpiarse en los troncos horizontales y a trepar por los verticales, colgando como koalas y perezosos, lanzándose hojas amarillas de otoño, como si fueran lluvia! Reían y reían.

Apenas tocaron el suelo nuevamente, cada uno corrió feliz a guardar las semillas en un lugar protegido pues sabían que las tenían que plantar llegado el invierno.

 

FIN

 

Constanza Berríos Guzmán

Psicóloga

 

 

 

 

 

 

 

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